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NO ME TOQUES, CABRÓN


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No sé si soy al único al que le hierve la sangre.

O a ti también te trepa un demonio por la espina dorsal cuando sientes un roce que no has pedido.


Si es así, bienvenido al puto club.

Si no, sepas que si sigues leyendo, no te va a gustar.

Te puedes marchar.


Tengo una puta regla. Una sola. Inquebrantable.

No me toques.


No es negociable. No hay letra pequeña.


Mi espacio vital no es el que ocupan mis zapatos.

Es un puto imperio de medio metro a la redonda.

Mi reino.

Mi aura.

Mi campo de fuerza personal.

Y tú no tienes visa para entrar.

Ni pasaporte diplomático.


Winnie, mi mujer, se duerme en los aviones.

Su cabeza busca mi hombro como las flores buscan el sol.

Se lo permití una vez. Una.

El "para lo bueno y para lo malo" no incluía lo incómodo.

Quince putas horas con su cráneo taladrándome la clavícula.

Si lo llego a saber, en el altar digo "NO".

Con dos cojones.

Y me caso con el asiento de al lado, que al menos respeta las fronteras.


Cuando hablo contigo, la distancia la pongo yo.


Dos cabezas de caballo, como mínimo.

No quiero analizar los restos de tu almuerzo en tu aliento.

Me la suda si has comido calamares o te has tragado un cenicero.

Aléjate.

Un poco más. ..

Ahora habla.


Y luego está el roce.


La antesala del infierno.

Ese que ocurre en el metro, en la cola del pan, en un ascensor...

Ese calor corporal ajeno que se pega a tu brazo.

Humedad desconocida.

Micro-violación de mi soberanía.


Cada roce es un post-it de piel ajena que se me queda pegado, recordándome que el mundo está demasiado lleno de gente.


Pero incluso ese roce accidental,

ese puto intercambio de fluidos y ADN en hora punta,

no es nada comparado con el verdadero archienemigo.

El Anticristo del espacio personal.


El músico frustrado.

El director de orquesta de los cojones.

El que te habla dándote toquecitos en el brazo.

Ese cabrón que necesita puntuar sus frases sobre tu cuerpo.

A cada puta palabra, un golpecito.

Un puto telegrama no solicitado que te llega directo al sistema nervioso.


Pone la tilde en tu antebrazo.

El punto y coma en tu hombro.

Y sientes el ritmito de sus nudillos al chocar contra ti, un tam-tam demente que te retumba en las pelotas.


Te busca,

te toca,

te usa de puto xilófono.


Ojalá supiera jiu-jitsu para partirle el brazo en tres con una luxación elegante y silenciosa.


Lo odio.

No es que no me haga gracia.

Es que lo odio con la misma intensidad con la que un gato odia el agua.


Al principio, me retiro.

Un paso atrás.

Distancia de seguridad.

Pero el cabrón te sigue, como un puto perrito faldero


Avanza,

acorta la distancia,

y el tamborileo vuelve.

Y cuando ya no puedo más,

cuando siento que el siguiente toque va a ser el que desate la sensación de patada en las pelotas,

le corto la conversación.

Le miro a los ojos.

Dejo que el silencio se haga denso.

Y le suelto lo que todo el mundo debería decirle todos los santos días para que aprenda


¿Por qué no llevas el compás con tus mismísimos huevos?

NO ME TOQUES, CABRÓN.


Distancia de seguridad.

Aura personal.

Bola magnética.

Llámalo como quieras, pero es indispensable.


Dime lo que me tengas que decir respetando el dónde estoy o a qué velocidad me alejo de ti, pero ni se te ocurra tocarme para comprobarlo.


No me roces.

No lleves el compás de tus palabras en mi cuerpo.

No me toques los huevos cuando hables.

Cuéntame lo que quieras.

Breve, que es dos veces bueno.


Y sin tocar.

Joder.



Pues el ser tiquismiquis,

también me ha hecho fotógrafo.

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