Nadar aquí es precioso… hasta que sacas la cabeza del agua
- Miguelitor

- hace 4 días
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Cada puto día, el mismo bautizo.
El agua te corta la respiración.
Un latigazo helado que te recuerda que estás vivo.
O que lo intentas.
Con dos cojones. Sin pensar.
Un pie, luego el otro. Y adentro.
A nadar
Debajo del agua, por un segundo, hay silencio.
Un puto milagro.
Solo el murmullo sordo del mar.
Pero tienes que respirar, joder.
Siempre hay que volver a la superficie.
Y ahí está. Esperando.
Ese titán de hormigón y óxido.
El aire es limpio. Dicen. Salitre y ya.
Pero yo respiro otra cosa.
Respiro el puto hormigón.
El óxido.
El zumbido sordo de la maquinaria que nunca para.
Me entra por la nariz y se me instala en la cabeza,
No en los pulmones.
Es la desconfianza hecha vapor.
Llaman a esto paraíso.
Una playa. Sol.
Y esa sombra de gigante al fondo que no te deja olvidar.
Que no te deja disfrutar del puto sol.
Da igual que el agua esté clara.
Que el aire no huela a mierda.
La fábrica está ahí.
Y su sola presencia lo envenena todo.
Esa es la verdadera contaminación.
No la que se mide con aparatos.
Sino la que se te mete en el cerebro y te jode la paz.
La que te hace dudar de cada bocanada de aire.
Te puedes duchar mil veces para quitarte la sal.
Pero esa mierda, la duda, no te la quitas ni con lejía.



Hay algo profundamente simbólico en ese “bautizo” diario: entrar en el agua fría, dejar que te golpee, que te recuerde que sigues aquí, todavía humano, todavía sensible a algo que no sea ruido o metal. Por un instante, bajo el agua, se recupera una especie de pureza primitiva, un silencio que el mundo moderno ya no concede. Es casi un refugio. Un milisegundo de verdad.
Pero siempre hay que volver a la superficie. Y ahí te espera el recordatorio de en qué siglo vives.
Ese “titán de hormigón y óxido” no es sólo una estructura industrial. Es la síntesis de lo que ocurre en cada rincón donde la industrialización ha decidido echar raíces: invade, ocupa y se queda. No tiene prisa…