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Cómo un puto donut de Bilbao me enseñó a vender mis fotos

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Tengo una amiga en Bilbao. Edurne.


Es guapa, cachonda, bailonga y se corta el pelo a lo muy vasco: flequillo corto y nuca larga.

Como si el peluquero fuera un puto aizkolari con mal pulso.

Trasquilones de desbrozadora.


Pero con la puta alopecia que arrastro... ojalá y a mí me cortase el pelo el pescadero con las tijeras de limpiar el bonito.


Un año fui a verla.

Birras, cigarrillos mágicos y ese verbo que se conjuga sin mañana: trasnochar.

Sexo, droga y rock and roll.

Y si no había rock and roll, nos la sudaba bastante.


Una mañana, con esa resaca que te hace odiarte a ti mismo, Edurne me habló de los donuts típicos de Bilbao.

Y de repente, en mi cabeza, había una puta obra de ingeniería. 

Un monstruo de masa frita del tamaño de la rueda de un tractor. Un donut con txapela.


Edurne señaló con la barbilla hacia la ventana, sin moverse del sofá.

"Abajo. En la pastelería".

Bajé.


Saludé al pastelero y le pedí esos famosos donuts.

"Cuatro. Dos para cada uno".

Con dos cojones.


El tipo asintió. Cogió unas pinzas y metió en la bolsa...

Cuatro putos donuts normales.

De esos que venden en cualquier gasolinera de mierda.

Genéricos.

Universales.

Los de toda la puta vida

Nada de volumen vasco.


Me eché a reír.


El puto donut genérico y la puta etiqueta de "típico de Bilbao".

Era demasiado.

Tuve que saltar.

Me incliné un poco sobre el mostrador, como si fuera a contarle un secreto de estado.

"Los donuts", le dije, casi en un susurro, "no son típicos de Bilbao".

Y entonces me callé.


No solté ningún puto discurso. ¿Para qué?

El cabrón ya había ganado.

Me miró, con un puto guiño en el ojo porque se le veía majete, me cobró y me deseó buenos días.


Subí a casa. Riéndome.

La resaca se había ido.

Lo entendí.


El secreto no estaba en el puto donut.

El secreto eran los cojones del pastelero.

Un puto genio.


El cabrón vendía un producto universal, una puta commodity, pero te lo vendía con la confianza y el orgullo de quien te está vendiendo la joya de la corona.

Lo vendía como "típico de Bilbao" porque le salía de la puta polla.

Y te lo cobraba mirándote a los ojos, con una convicción que te gritaba que aquello era lo mejor que ibas a probar en tu puta vida.


Y esa es la puta lección.


Nos pasamos la vida buscando el "donut con el agujero cuadrado".

Buscando ser tan originales que nos paralizamos.

Cuando la clave es la puta confianza.

Es creer en tu mierda con la seguridad de que, aunque se parezca a otras mil cosas, es tuya.


Y por ser tuya, ya es única.



 
 
 

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