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El secreto para un matrimonio feliz es mentir en dos idiomas


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Discutir con mi mujer es como negociar con Corea del Norte.

Todas las mañanas, cuando me despierto, lo primero que hago es pedirle perdón.

Por si acaso el que haya salido el sol es culpa mía.


Es una costumbre que he desarrollado para mantener la paz en mi propio puto campo de minas. Un ritual. Como preguntarle si prefiere que abra la puerta con la mano izquierda o con la derecha. Le doy el control. A mí me da igual, sólo es una puerta.


Estar casado es una guerra de guerrillas. Pasas de hacer lo que te sale de la punta del boniato a ser un puto mandao. Y a mí, que para algunas cosas soy rápido como una bala, me ha costado quince putos años entender la estrategia.


Algunos pensaréis que casarte con una mujer de Hong Kong es exótico.

Por los cojones.


Casarte con una china es lo mismo que casarte con una de Móstoles. Es para lo bueno y para lo malo. Y de vez en cuando, se discute.


Pero aquí, joder, aquí viene la magia.

Cuando la guerra estalla, se convierte en un espectáculo que ni la ONU podría arbitrar. Porque discutimos a voces, con dos cojones. Tiene razón el que más alto chilla, pero lo hacemos en dos putos idiomas que se odian.


Yo, con este acento de Ultra Sur que Dios me ha dado, me cago en su padre y en toda la dinastía Ming. El aire se llena de mi español: claro, directo, barriobajero... una puta declaración de guerra que yo entiendo perfectamente. Muchas veces me sorprendo de lo que puedo llegar a decir.


Y ella… responde.

Responde con una serie de fonemas que vete tú a saber qué cojones significan. Podría estar cagándose en mis antepasados o recitando la lista de la compra, aunque más bien es lo primero. Suena a invocación satánica. A puto ruido. Ruido potente, ruido cabrón. Ruido que acojona. ¡A ti te querría ver yo escuchando estos enfados!


Mientras uno chilla, el otro ladea la cabeza de lado a lado, como los perritos cuando intentan comprender. Ella lo tiene algo más fácil. Mi "vete a pelar boniatos" es pegadizo, más pronunciable que su homónimo en cantonés. A veces hasta lo repite, sin saber qué coño dice. Luego me pregunta, y yo le digo que es un piropo ibérico. Ahí mando yo. Soy el puto número uno de las mentirijillas.


Pero la guerra no es solo cuando gritamos.

El verdadero campo de batalla es el silencio. Es el día a día. Es intentar descifrar un puto código Enigma que cambia de clave cada amanecer.


Mi mujer tiene un radar para lo que no hago. Puedo haber fregado, planchado, cocinado, comprado y hecho el pino puente, pero ella solo verá lo que no he hecho. Con dos cojones. Su concepto del orden es un puto misterio: lo que hoy está bien colocado, mañana está en todo el puto medio y la culpa es mía.


Se comunica con indirectas.

Si me pregunta que si a mi amigo Alvarito le gustan los plátanos, no es una pregunta sobre la dieta de mi colega. Es una orden de busca y captura: quiere plátanos ahora mismo.

¡Pues que lo diga, coño!


Cuando tiene mala cara, nunca le pasa nada. Pero he aprendido que ese "nada" significa que yo, el puto Sherlock Holmes de andar por casa, tengo que adivinar qué cojones ha pasado.


Me echa en cara cosas que dice que dije hace años, cuando yo no recuerdo ni la hora que era hace veinte minutos. Me habla de todo a la vez: empieza contándome su salida con amigas y termina haciéndome un puto resumen biográfico de los últimos seis meses de cada una de ellas, con sus dramas, sus satisfacciones y cosas varias que me sudan los cojones. No lo puedo evitar. Me la suda.


Y la prueba definitiva de que vivimos en universos paralelos: tiene frío cuando yo tengo calor. Y eso, joder, eso no lo soporto.


Así que aquí estoy. Casado con una mujer a la que amo y a la que, la mitad del tiempo, no entiendo una puta mierda. Y, lo más jodido de todo, es que creo que he aprendido a hablar su idioma. No el cantonés. El otro. El de verdad.


Y me acojona darme cuenta de que, a mi manera, yo también le respondo en el mismo puto dialecto.


Es un puto infierno de indirectas, códigos y guerras termonucleares por el termostato. Un caos. Un desastre.


Pero a veces, en mitad de la noche, me despierto y la casa está en silencio. Un silencio de verdad. Y me imagino que ella no está. Me imagino que la puerta se abre siempre con la misma mano. Que las cosas están siempre donde las dejé. Que nadie me pregunta por los plátanos de Alvarito. Que nadie tiene frío.

Y me entra un pánico que me hiela los putos huesos.


Porque toda esta guerra, todo este ruido, toda esta puta locura… es vida. Es nuestra vida.


Y la puta verdad es que sin este caos, sin su guerra, sin su ruido de fondo, yo no sería nada. No podría vivir en el puto silencio.


Gracias por existir, china mía.

¡Viva "La Winnie", cojones!



Pues todo esto también es una puta lección de fotografía.

Mi matrimonio me ha enseñado que la historia nunca está en la conversación principal, sino en el puto ruido y el caos que la rodean. Por eso, en la calle no fotografío la acción evidente, sino la cara de confusión del que no entiende una mierda.

Si te ha ofendido toda esta parrafada,

te jodes.



 
 
 

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