El problema de un apellido español en China

Hoy he estado en el hospital.

Tranquilo, sigo vivo.

Chequeo semestral: sangre fuera,

la semana que viene el médico me dirá que el colesterol alto.

Lo de siempre.

Ir al hospital es una mierda.

Ni a los que trabajan ahí les debe gustar.

Respeto absoluto a esa gente:

currar rodeado de mala cara y fluorescentes debería contar como deporte extremo.

Eso sí: aquí sacan sangre a la velocidad de un atraco.

Entras, coges número, dices “buenos días”

y antes de terminar la frase ya tienes a dos chinos

pellizcándote la vena.

Te sientas y te dicen que te levantes.

Sangre para morcillas.

Eficiencia soviética con acento cantonés.

Conmigo siempre tardan un poco más.

No por la vena: por mi apellido.

A ti te parece normal.

Para ellos suena a contraseña del Wi-Fi.

Me miran como si acabara de recitar un hechizo prohibido.

Yo ya lo digo rápido, como escupido:

RODRÍGUEZ, con la R vibrando como un tractor.

Me miran igual que un perro mira un truco de magia:

lo ha visto, pero no ha entendido una mierda.

Y me acuerdo de mi colega José,

que en paz descanse.

Tenía dos apellidos compuestos con preposición.

Su nombre entero era un sermón.

En Moscú no le cupo en el billete de avión para venir a Hong Kong a verme,

y en inmigración rusa lo dejaron aparcado unas horas

como si fuera equipaje sospechoso.

Con dos cojones.

Y menos mal que no me llamo

Aitor Irastorza Astorquiza,

un colega vasco que conocí en la mili.

Porque como diga ese nombre en el hospital,

los chinos no me sacan sangre:

me ponen otra vez en la cola

para ver si esta vez lo digo bien.