El libro tenía título: PEVENSEY 59.
- Miguelitor

- 1 oct
- 2 Min. de lectura

Un día me planté.
No partía ni un puto pollo más.
Se lo dije a mi padre. Tenía 24 años, pelo y una novia que no me quería una mierda.
Me iba a Inglaterra.
A la mierda todo.
Mi plan: ser entrenador de fútbol.
Mi realidad: una polla como una puta olla.
Fui campeón del mundo en ceniceros llenos, partidas de ajedrez hasta el amanecer y turnos de 25 putas horas.
Creían que perdía el tiempo.
Pero yo construía.
Caminaba.
Con una grabadora de mierda, escupiendo ideas por las calles.
Contaba lo que veía. Cómo lo veía.
Estaba escribiendo un libro.
Tenía título:
PEVENSEY 59.
La dirección de un puto zulo para once almas perdidas.
Nuestra casa.
Uruguayos, gallegos, mi colega Moncho, la que no me quería y yo.
Un manicomio que era mi puta biblia.
Para pagarlo, los trabajos.
La puta colección de humillaciones.
Los curros de inmigrante son bajar al infierno seis veces por semana.
Fábrica de cucharas.
Mi trabajo: mirar una luz.
Cuando se encendía, abría un horno.
Un curro que podía hacer un puto loro.
Fábrica de perejil.
Meter 15 gramos en bandejas de plástico.
Ahora mido el mundo en esa unidad. Mis cojones, por ejemplo, pesan diez bandejas de perejil.
Empaquetar tomates. Seis en cada paquete.
Lavar platos. Montañas de mierda por segundo.
Hacer camas de hotel. Un puto ejército de camas.
La puta escalera del inmigrante.
La que nunca sube.
Hasta que llegó el último trabajo.
El que lo jodió TODO.
Roofer. Poner tejas.
Una furgoneta a las seis de la mañana. Un conductor, Abel de Alicante.
Majete.
Pero el de las tejas era yo.
Me plantaron un arnés, un martillo y me señalaron el cielo.
Ahí arriba, pueblerino.
En mi mochila, un bocadillo de mortadela y mi puta grabadora.
Subí a ese tejado con más miedo que Dios talento.
A las diez, el almuerzo.
Bajo como un buitre a por carroña.
Y no hay nada.
Me habían robado la puta mochila.
Un robo a la británica. Limpio.
El bocadillo me la sudaba.
Pero dentro iba la grabadora.
Dentro iban las voces. Las calles. Las ideas.
Dentro iba PEVENSEY 59.
Pedirle explicaciones a un encargado inglés.
Un puto inmigrante.
El chiste se cuenta solo.
No pedía Gibraltar. Pedía mi puta grabadora.
Silencio.
Tenía hambre.
Pero el agujero en el estómago no era por la comida.
Era por las putas memorias que se había llevado otro muerto de hambre.
Y me largué.
No del trabajo. De todo.
Dejé allí el martillo, el arnés y la puta obra.
El libro había muerto en ese tejado.
Y una parte de mí, también.







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