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El día que mi mujer china mató al español que llevaba dentro

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A mí antes me gustaban los toros.


Y que quede claro desde el puto principio: esto no es un debate taurino. No estoy aquí para convencer a nadie ni para señalar con el dedo. Entiendo perfectamente si a ti te gusta. Fin de la puta discusión.

Además, este es mi blog y escribo lo que se me pone en la punta del estoque.

Conste


Decía que a mí antes me gustaban los toros. Las corridas, para ser exactos. El animal, el toro, me sigue pareciendo una puta maravilla de la naturaleza. Pero las corridas ya no. Ya no me parecen ni maravillas, ni naturaleza, ni desde luego fiesta, ni cultura.

Una puta salvajada. (Vuelve al párrafo dos si te he ofendido).



Me gustaban porque me las metieron con cuchara desde crío.

En la tele.

En la calle jugábamos a los toros.

En las fiestas íbamos a las capeas.

El 7 de julio, San Fermín era sagrado.

Me gustaban.

Y repito: ya no.

Nada.


Me dejaron de gustar en Hong Kong. O, mejor dicho, por culpa de Hong Kong.

En mis primeras vacaciones de vuelta a casa, no se me ocurre otra genial idea que invitar a la que hoy es mi mujer a una corrida en Las Ventas.

¡Toma ya! Llámame anfitrión. Detallista. Romántico de los cojones.

Hay otros que van a deshojar margaritas, a oler nubes, a saborear corazoncitos y más cursiladas.

Yo no.

Yo soy español.

Toros, gorro de paja, puro, bota de vino y el que más grita de la plaza.

Con dos cojones.


Mi mujer, Winnie, sabía de toros lo mismo que yo de física cuántica: una puta mierda. Ella pensaba que iba al circo de Miliki, al "¿cómo están ustedes?", al jiji y al jaja.

Y claro,

al salir el primer toro, le gustó la belleza del animal, cómo se movía por la plaza.

Le gustó hasta la suavidad del torero con el capote. Aplausos, un trago a la bota de vino y yo contento, viendo disfrutar a la china.

Ole, como se dice en argot


Hasta que salió el picador.

"¿Qué hace ese gordo ahí?", me preguntó.

Yo ya me lo olía.

No lo del picador, que sabía de sobra la carnicería que venía.

Me olía que a ella no le iba a gustar.Y claro, no le gustó.


Chorros de sangre empezaron a borbotear por el lomo del animal. Y mi mujer, que se pensaba que iba a ver una película de risa, se topó de bruces con una de terror.

Luego,

los tres pares de banderillas.

El toro lloraba. Mi mujer, más.

El público ole que ole aplaudiendo de pie.

Y yo, en medio, sin saber qué coño hacer.


Luego ya sabes.

Cuatro muletazos, más olés en la plaza, estocada, toro muerto, dos orejas para el torero, las mulillas arrastrando el cuerpo, flores y vuelta al ruedo pa' celebrarlo.


Y créeme, a mi mujer, que es china, se le pusieron los ojos como a una occidental. Redondos aunque desencajados.


"Tranquila", le dije, en un alarde de gilipollez. "Quedan cinco toros más".

No quiso ver nada más.

Nos fuimos de ahí.

Ella, con una impotencia que le salía por los poros.Yo, con mi puto gorro de paja y mi bota de vino en la mano, sintiéndome el mayor imbécil del planeta.


Podría explayarme mucho más, pero no lo voy a hacer.

Desde ese día, se acabó.

No me gustan los toros.


A veces, para ver de verdad, solo necesitas que alguien te preste sus ojos.

Puedes comentar esta entrada pero para más suavidad, estimado lector,

vuelva usted al párrafo dos.


Ole





 
 
 

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