EL DÍA QUE APRENDÍ A CORTAR CELO (Y A UN HOMBRE EN DOS)
- Miguelitor

- 12 sept
- 3 Min. de lectura

En la puta mili, yo no le caía bien al subteniente.
Y él sabía que era el Oficial Gilipollas de todo el regimiento.
Tenía todas las medallas.
30 años después, le deseo lo mejor. Pero que se vaya a la puta mierda.
Yo era conductor.
Lo que significaba que me pasaba el día limpiando aforadores de Land Rovers y barriendo una carretera infinita.
Todo por la patria. No me jodas.
Un día, el subteniente, con su cerebro camuflado buscando una gilipollez para matar el tiempo, me pidió un calzo.
El parking tenía una ligera pendiente.
Yo no encontraba el puto calzo y ya me olía la bronca, la culpa, su puta mirada de superioridad.
Y entonces lo vi.
El coche del comandante. Un puto Mitsubishi Lancer Evolution rojo capote.
El comandante trabajaba más bien poco, un tío al que no engañaban ni en el sueldo ni en el curro.
Cuando venía, era para subir al monte a pegar cuatro tiros con su pistola.
Ríete tú de los Reyes Magos.
Yo, en mi puta ignorancia, no sabía de quién era esa joya.
Vi el calzo, analicé la pendiente, no vi riesgo y lo quité.
Con dos cojones.
Y mientras me daba la vuelta, oí un golpe seco.
El puto Lancer, al no sentir la resistencia, decidió que era mejor idea bajar por la pendiente y estamparse suavemente contra un árbol.
No fue la tragedia del Titanic, pero el golpe sonó a gloria.
Risas entre mis compañeros y la certeza del marronazo que me iba a comer.
Cuando el comandante se enteró, vio que no era nada y me despachó con un simple aviso de que tuviera más cuidado la próxima vez.
El tipo no solo trabajaba poco, sino que debía meditar.
Pero el subteniente... ah, el subteniente.
Los subtenientes viejos son la puta esencia del fracaso.
Tipos que quisieron ser comandantes pero se quedaron en cenutrios con galones por antigüedad.
Para él, aquello fue un regalo del cielo.
Me vio como si él fuera un león y yo una cebra coja.
Vino a por mí.
Me llamó inútil.
Me dijo que no servía para nada.
Y por un segundo, me lo hizo creer.
Me hizo sentir que era el tipo de palurdo que no podía andar y comer chicle a la vez.
Que no sabía ni mear de pie,
ni aplaudir, ni mirar por unos prismáticos.
Me sentí un puto extraño en un mundo de mecánicos, soldadores y hombres de verdad.
Y entonces, a su mente brillante se le ocurrió el castigo definitivo.
Su obra maestra de la humillación.
Me puso a cortar celo. "Fisho".
Todo el puto día.
Con él al lado, aguantando su aliento a desayuno pesado, tabaco negro y carajillo. Él cogía la cinta, tiraba de ella y, cuando tenía cinco centímetros, me ordenaba que cortase.
Yo cortaba.
Y él, con una sonrisa de mierda, afirmaba que aquello sí que sabía hacerlo bien, mientras hacía una bola con el trocito y la tiraba al suelo.
Y vuelta a empezar.
Rollo tras rollo.
HIJO DE PUTA.
Él creía que me estaba destrozando, que me estaba reduciendo a la nada.
Pero yo estaba en silencio.
Observando.
Pensando en lo que le diría,
porque soy de los que no se callan por muchas medallas que se quieran imponer.
Cuando por fin se cansó de su propia gilipollez, me miró, esperando ver a un hombre roto.
En lugar de eso, le di las gracias por el día.
Se quedó de piedra.
Cuando me preguntó, con sorna, si había aprendido algo, le confirmé que sí, que había aprendido mucho.
Le expliqué que había aprendido que mientras un inútil hace una cosa, no está haciendo otra, y que a él le pasaba lo mismo: mientras estaba allí conmigo, no había estado jodiendo a otro.
Le hice ver que, en el fondo, lo que él quería era pasar el día conmigo, y que lo habíamos conseguido.
Y sobre todo,
le revelé la lección más importante que había aprendido.
Me miró, esperando.
Le expuse la diferencia fundamental entre nosotros:
que para mí, la mili se acababa en unos meses, pero él... él se iba a quedar allí. En ese mismo patio.
Con otro rollo de celo.
Buscando al siguiente 'inútil' al que joderle el día.
Le dejé claro que esa mierda era todo lo que le quedaba.
Él creía que me estaba castigando.
Pero solo estaba demostrando quién era el verdadero prisionero.
Me comí varios días de privación de salida.
Nada comparado a la privación de vida que ha tenido que tener un hijo de puta tan gordo.







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